¿Por qué no puedo expresar lo que realmente siento en mi interior? Para ello, creer con coherencia en lo que hacemos, es vital. Algunos se abocan a desarrollar la llamada fe escénica. Pero independientemente del nombre que le demos o la técnica que empleemos, lo importante es hacerle creer al espectador que lo que sucede en escena es real.
Si hay algo de lo que podemos estar seguros, en la compleja carrera del actor, es que nada de lo que hayamos aprendido, estudiado o investigado, llegará a ser percibido por el espectador si no tenemos fe en lo estamos haciendo, si no existe la voluntad para creer.
La creencia de los actores en la escena que están interpretando se traduce en su habilidad para mostrar, por medio de la credibilidad de su comportamiento, una actitud tan seria hacia las circunstancias sugeridas en el texto, que produzca en el espectador el pensamiento de que ello hubiera sucedido en la vida real.
Cuando se ve a un actor perturbado, que no haya qué hacer con sus manos y que de hecho trata de ocultarlas, cuando lo sentimos hablar con una voz falsa, fingida, respondiendo sus parlamentos sin escuchar a los otros actores que intervienen en la escena; cuando lo intuimos tenso o simplemente inexpresivo, comportándose en forma poco natural; cuando nos da la impresión de que solo actúa para sí mismo y no con la concentración dirigida a hacerse entender “por qué y para qué habla”, se puede decir (sin temor a equivocarnos) que ese actor no hallará el favor del oyente.
En estos casos, o es un mal actor o no se ha preparado lo suficiente para su interpretación. Se puede deducir entonces, que no lleva dentro de sí, la facultad de transmitir. Por consiguiente, no puede sentir que lo que sucedió en escena pudo haber acontecido en la vida real. No posee la capacidad interpretativa.
La misma palabra “actor” significa obviamente “el que actúa”, por lo mismo, la tarea del actor es la creación de un personaje escénico que debe reproducir las acciones de un ser humano (no limitante). Debe, por lo tanto, obligarse a tener los mismos objetivos que el personaje que está interpretando (acción interna).
Una tarea escénica consta básicamente de tres elementos:
– Acción: qué estoy haciendo.
– Acto de voluntad: para qué estoy haciéndolo (esto te hace consciente), te empodera más que el por qué.
– Carácter de la acción: cómo estoy haciéndolo. Este elemento es también llamado: ajuste.
Los dos primeros, acción y acto de voluntad, son determinados conscientemente por el actor y luego como resultado de su actuación, el tercero, es decir, el ajuste, surge por sí mismo. Con el objeto de aclarar estos conceptos, veamos este ejemplo:
La acción determina imponer silencio en una reunión golpeando la mesa con el puño: la forma y el carácter del golpe, llevan el ajuste correspondiente.
Ahora, la misma acción con diferente deseo: apreciar la firmeza de una mesa. Nuevo ajuste ya que el golpe debe ser diferente.
Por último: jugar una broma con el objeto de sobresaltar al que se encuentra dormitando sobre una mesa. Nuevo ajuste, porque el golpe sobre la mesa será dado con otra intención. La voluntad ha cambiado y el ajuste varía de igual manera ante la acción.
Cuando en la vida real efectuamos acciones, generalmente no pensamos cómo hacerlas. Pero, en escena, está sucediendo cierta modificación que requiere de una atención especial, en virtud de que allí emerge el nuevo elemento de la creatividad del actor. Este es el sentido de la verdad o control y cuando se pierde, el actor va a ciegas.
Mientras el objetivo sea alcanzado concentrándose en la acción de lograrlo, el sentido de la verdad no puede ser intimidado.
Los ejercicios de “sentido-memoria”: peinarnos sin peine, lavarnos las manos sin agua ni jabón, afeitarnos sin navaja, etc., desarrollan el sentido de la verdad y entrenan al actor en la consciencia adecuada para una escena. Encontrar la acción adecuada a un personaje se facilita al preguntarse qué haría yo, si tuviera que ejecutar tal o cual cosa, para de inmediato seleccionar de entre todas las reacciones sugeridas la que resulte más ajustada al personaje.
Esto significa que este “si”, es una condición necesaria, aunque con mucho no es la única en su creación. Es el arma del actor, la puerta a través de la cual pasa al mundo del trabajo creativo, guiado por el compás de las ideas del autor. El perderse en uno mismo para encontrar al personaje solo puede lograrse encontrándose a sí mismo. En el momento en que uno se encuentra, encuentra al personaje.
Para esto se hace imprescindible la creencia, la fe en lo que se hace o dice, la técnica interna junto a la habilidad para actuar poseyendo el sentido de la verdad.
Esto constituye una parte integral del entrenamiento del actor. Si no tiene la voluntad para creer, quedará convertido en un simple obrero de la escena.
La llamada fe escénica es creer que lo que sucede en escena es real. Para llegar a este nivel también podemos ejercitarnos en la consecución de ese objetivo supremo. Los ejercicios sobre improvisación son idóneos para ello y si son con objetos imaginarios mucho mejor, porque nos veremos obligados a darles forma y peso.
Podemos plantearnos múltiples ejercicios para tal fin, por ejemplo:
– Arreglar una habitación disponiéndola para estudiar, o porque se espera compañía y se viste para aguardarla.
– Esta realizando alguna acción física en su casa y de pronto recibe una llamada telefónica, (mostrar las distintas emociones según la comunicación que va recibiendo).
– Bañarse.
– Cocinar.
– Esperar un autobús que demora en llegar.
– Entrar a escondidas a la casa de alguien y descubrir que ese alguien está acostado en el sofá de la sala.
Como estos, existen infinidad de planteamientos escénicos. Exíjase dificultad en los mismos.
Esto nos lleva al punto máximo en la actuación; la emoción. En este punto llegamos a un aspecto dentro de la misma, que ha sido polémico a través de la historia, ya que muchos teóricos apuntan a la llamada “memoria emotiva” que en su momento planteó el actor, director escénico y pedagogo teatral ruso, Konstantín Stanislavski, otros a “la sensibilidad” que deberíamos desarrollar para con el personaje.
¿De qué depende que un actor tenga la facultad de transmitir la fuerza de una emoción?
Indudablemente en el talento, que podría definirse como la natural disposición para tal o cual profesión. El actor que nace dotado de esa facultad es el que logra destacarse entre los demás. Sin embargo, dentro de nuestra profesión hay tantos que sin ese toque de genialidad viven dignamente su carrera de actores. Lo cual significa que tenemos esperanzas, si nos dedicamos por entero a superar los obstáculos que puedan presentarse.
Pero veamos algunas particularidades de este crucial punto.
Sensibilidad-emoción
La sensibilidad es la capacidad que tiene el organismo para responder a un estímulo. La respuesta puede ser emocional o no y el estímulo puede ser interno o externo, consciente o inconsciente, voluntario o accidental.
Si el actor no puede responder a estos estímulos no puede ser actor.
La respuesta emocional puede estar presente y sin embargo constituirse en un problema en cuanto el actor no pueda controlarla. El talento en un actor significa, pues, que se encuentra dotado de sensibilidad.
Del mismo modo, el talento de un actor constituye la capacidad de actuar con la sinceridad que requieren las acciones, ya que la finalidad de todo drama es llevar al espectador a un sentimiento bien definido.
Es de advertir que el punto: sensibilidad-emoción, varía a través de las técnicas y que su connotación ha sido enconadamente discutida a lo largo de las épocas: mientras unos afirman que el actor no debe sentir de manera real lo que expresa, otros insisten en “vivir” sus papeles. En lo que todos concordamos es que, si no existe sensibilidad innata, es imposible expresar cualquier emoción, ya sea sentida o extraía a través de cualquier técnica.
Mi primer acercamiento a la comprensión de este aspecto técnico lo tuve en la Escuela Nacional de Teatro, allí mi maestro Luis Marques Páez me mostró las primeras luces de cómo transmitir una emoción en escena. Yo era muy joven y la vida vivida, como dije en algún momento de este libro, es un factor preponderante en la manifestación de determinada emoción. Él era “Stanislavskiano”, por ende, ese primer acercamiento fue bajo estos preceptos.
Stanislavski (1863-1938) fue el primero en indicar el procedimiento de emoción empleando la memoria emotiva haciendo valer el recurso de la vivencia.
Esto equivale a estimular la creación subconsciente de la naturaleza por medio de la sicotécnica consciente. Vivir el personaje, pero, ante todo, crear un modo consciente y justo. Nos indica que el actor debe pensar antes que nada en lo que desea obtener en determinado momento y en qué va a hacer, pero NO en lo que va a sentir. No actuar para producir emociones evocándolas involuntariamente en sí mismo, puesto que las emociones no pueden hacerse a la medida. Se puede a voluntad, hacer emociones cuando se está en condiciones de expresarlas, pero es necesario tener absoluto control del sentimiento. Y establece, a continuación, cuatro puntos de trabajo para la búsqueda de la memoria emocional.
– Búsqueda de la sinceridad.
– Establecimiento de la voluntad del personaje para motivar la interpretación.
– Buscar medios para desencadenar la emoción auténtica y luego establecer el
control de emociones.
– Establecimiento del subtexto para expresar debidamente lo que se encuentra
entre líneas, enriqueciendo el texto.
De sus libros extraje mis primeras búsquedas en cuanto a la emoción. De ellos me nutrí durante mis primeros años teatrales. Fue en la práctica que iba vislumbrando qué tanto me podía servir estas orientaciones y cómo ajustarlas a mi cuerpo físico y emocional.
No obstante, esto de la memoria emotiva me trajo muchas contradicciones dentro de mi propia búsqueda actoral. Pensaba, ¿qué ocurre si me toca interpretar a un personaje que asesina a alguien? y en ese sentido recuerdo un ensayo donde se le pidió a una actriz la emoción adecuada, ella se hallaba representando Stella, en Un tranvía llamado Deseo de Tennessee Williams, la escena que se analizaba era la siguiente: Stella se siente feliz después de una noche de amor pasada con su cuñado.
El director le decía a la actriz: “trata de recordar la mejor noche de amor que hayas pasado”. Y ella, llena de cierta vergüenza confesó: “soy virgen, señor director”. Nadie supo qué decir.
Parecía que en un caso así la memoria emotiva de Stanislavski era inutilizable. Entonces un actor en son de broma sugirió: “no importa, trata de acordarte de algo que te haya dado una felicidad inmensa”.
Se aceptó la propuesta y al cabo de un momento la escena salió maravillosamente bien. ¿Cómo había sido lograda? la actriz confesó: “bueno… me acordé de una tarde de sol en que me puse a comer helados tras helado bajo unas palmeras. En este caso realizó una transferencia emocional, ajustándose al contexto escénico.
Lee Strasberg (uno de mis favoritos) era otro gran teórico de nuestra profesión, ya explicaba en su método cómo buscar el grado en el cual la emoción encuentra una expresión equivalente.
Esos casos de transferencia emocional extrema no son raros. Se presentan realidades escénicas donde son absolutamente necesarias, además existen diferentes grados de transferencia.
La mayoría de las situaciones que nos tocará interpretar de seguro no las hemos experimentado. Si nunca he matado a nadie, pero alguna vez tuve ganas de hacerlo: hago la transferencia intentando captar ese instante cuando, como Hamlet tiene que matar a su tío.
Considero que un actor, ya sea que utilice la memoria emotiva o el proceso de transferencia emocional, igualmente sufre, y al cabo de un mes de representaciones diarias dentro del teatro acabaría en una clínica. De hecho, existen casos de ese tipo.
Eso no sucede a los grandes actores de teatro. La emoción es algo que se debe controlar. Hay actores que en eso de sentirse poseídos por el personaje pueden llegar a ser realmente peligrosos.
Hay un ejemplo de un actor que tiene el dedo en el gatillo listo para disparar mientras habla de la inutilidad de su vida, electriza a su público. Más tarde al ser entrevistado le preguntan acerca de su técnica para esa escena y contestó: “¿recuerdas que siempre miro hacia arriba cuando apunto con el revólver? Ahí está la clave. Me acuerdo de cuando era pobre y vivía en una casa sin calefacción. Cada vez que me bañaba era un baño de agua helada que caía sobre mi cuerpo… ah amigo mío, como sufro al recordarlo, cómo brotan las lágrimas de mis ojos”.
Ahora se preguntarán ustedes: ¿no es eso una burla al público? Algunos creen que no y lo justifican diciendo que es simplemente la aplicación de una técnica. De igual manera la idea no es juzgar sino tomar lo que nos funcione de cada quien.
Hubo un actor que al representar Otelo se hizo célebre por la realidad que confería a la escena final cuando debía estrangular a Desdémona. Más de una vez hubo que bajar el telón antes de tiempo. ¡Pobre actriz! Pero la gente se impresionaba.
Por el contrario, pienso que en lugar de aplausos debería haber sido denunciado al sindicato de Actores o simplemente a la policía por intento de asesinato.
En mi caso, prefiero sencillamente sensibilizarme con la historia de mi personaje, con sus vivencias y desarrollar la capacidad para interpretarlo a través de esa misma sensibilidad y empatía que me produce.
Actuar no se aprende como una receta para cocinar, no es una fórmula que aprendes y te la inoculan, eso es imposible y entra en el mundo de la ficción absoluta.
Por ello cada actor va desarrollando su propia técnica y a mayores estímulos, estudios y práctica mucho mejor.
El sentido de observador también nos nutre cuando apreciamos el trabajo que desarrollan nuestros compañeros de escena. Tuve la fortuna de entrar en este medio en una etapa de gloria de la televisión, teatro y cine venezolano, donde se conjugaban enormes talentos de la escena y con los que pude trabajar de tú a tú con mucho de ellos. Todos maestros. De ellos además aprendí la disciplina del oficio.
Esta disciplina abarca desde el continuo entrenamiento de nuestro cuerpo hasta la consciencia de la puntualidad en cuanto a la llegada a nuestro sitio de trabajo. Amén de aprendernos los movimientos y la letra que nos toque en su momento. La disciplina pule nuestro talento y lo proyecta por encima de lo común.
La disciplina nos lleva también al necesario control de nuestras emociones. Recuerdo a una actriz que me tocó dirigir, la cual tenía una cierta tendencia a desbocarse emocionalmente. Al parecer existe la creencia (errada) que mientras más muestro que siento o mientras más lágrimas suelto, mejor actriz o actor se es.
En el proceso de ensayos le iba ajustando los picos emotivos de manera que la escena no llegase a ser melodramática, ya que perdería equilibrio y verdad. Le tocaba una escena donde debía llorar y lo comprendió muy bien, en el proceso de ensayos logró regular a ese indómito ego que la mostraba falsa.
Hasta aquí, yo estaba tranquilo con ella, pero el mismo día del estreno, a sala llena, ella se “identificó” tanto con su papel que olvidó todas las indicaciones que había recibido de mi parte, lo hizo con tanto “realismo” que perdió el control de la escena.
¿Interpretó bien su papel? Pues no. Porque el personaje que representaba reaccionaba y se serenaba para continuar una serie de acciones. Ella no supo sobreponerse y adaptarse en esta segunda parte, al espíritu de su personaje, y continuaba sollozando, manteniendo la impresión que sus lágrimas le habían producido. Es decir, se conmovía consigo misma. Este descontrol rompió con la intención y la atmósfera que yo, como director, intenté crear para esa escena. Fue tal la proyección de su llanto, de su emoción desbocada que terminó en un eterno lamento, tan fuera de contexto que llegó a niveles de parodia y el público reía a carcajadas. Esta actriz destruyó el sentido de la escena y de su personaje.
El descontrol tiene que ver directamente con la disciplina que debe tener un actor sobre las emociones que maneja. Recordemos que solo somos instrumentos para interpretar a un personaje y no traductores a ultranza de ellos, dándoles una dimensión que no poseen.
Una cosa es sentir, vivir y pensar como piensa, vive y siente un personaje ideado por el autor, revistiéndolo artísticamente de su ambiente propio, peculiar, y otra, lograr la forma externa de un realismo antiestético por lo real y grosero.
Cuando estamos sobre un escenario o en un set de filmación debemos ser creadores de otro tipo de realidad, en modo alguno nos sirve imitar la realidad real. Dejaríamos de ser intérpretes, dejaría entonces de ser arte.
En este ámbito de la emoción me gusta recordar instantes mágicos logrados por mis compañeros. No puedo ponerlos a todos porque tendría que escribir otro libro. Pero por sólo citar a algunos, empezaré por el grandioso actor cubano-venezolano Jorge Félix.
En una serie que producía para Venevisión, llamada Médico de Señoras (1985-88), él interpretaba al médico y yo, su hijo rebelde. Hubo una escena que recuerdo particularmente porque mi personaje hacía entrada a la habitación de sus padres y comenzó a robar joyas de la familia. Mientras se llenaba los bolsillos hizo entrada su padre, y al hijo sentir el sonido de la puerta abrirse, se detuvo (era una escena sin texto).
Al yo girar mi rostro y encontrarme con la mirada de él, era tanto el cúmulo de emociones que me transmitía que no pude más que maravillarme ante tamaña interpretación de ese instante, era algo entre dolor, comprensión, amor, pero jamás sentí que me reprendía, no me hizo sentir como un mal agradecido. Reaccioné en concordancia con aquel magistral estímulo de mi admirado Jorge.
Otro instante, fue el que viví en el teatro cuando en una escena que dirigía el también actor Cosme Cortázar (español-venezolano), intentaba hacerme entender el pánico que debía sentir ante la inminente embestida de un toro miura, la pieza se llama Mirando al Tendido de Rodolfo Santana y yo interpretaba a un torero de poca monta que ante una cornada, vive la ilusión de una conversación con el toro, sobre la vida y la muerte.
En los ensayos, Cosme, tan solo encimándose sobre mí, utilizó su energía corporal y los sonidos propios de ese animal. Fue tal su fuerza interpretativa que comprendí el punto de pánico que debía sentir. Emocionalmente se transformó en ese toro de mirada sanguinaria y fuerza indescriptible que estaba a solo un paso de mí.
Cosme, fue además de un gran actor, un mágico director de actores, uno de mis favoritos. Quiero hacer notar que en esta escena tampoco había texto, solo se requería el ajustado trabajo de las emociones, su ajustado control para obtener la calidad interpretativa requerida.
Las emociones deben aparecer en el momento justo y no antes. Tomemos en cuenta que nosotros conocemos lo que le sucede y sucederá al personaje, pero el espectador no.
Deseo hacer un pequeño inciso ya que comenté que Cosme es uno de mis directores favoritos (aunque ya no esté entre nosotros). Mi favoritismo reside en el hecho de que se convirtió no solo en un gran “puestista o director de escena”, sino también en director de actores, cosa que también compete al concepto absoluto de una puesta en escena, pero que pocos directores abordan ya que no dominan el campo actoral, dejando a los actores solos, a su entero juicio, destreza, intuición y talento para intentar verse desde afuera alineados con la puesta planteada, tarea nada sencilla esta.
Cosme lo logró gracias a su talento y conocimiento del arte dramático, conocía todos los “suiches” que encendían determinada emoción en el actor, y esto termina siendo natural ya que él lo era, y talentoso por demás. Un director de esta talla redimensiona nuestro talento.
Por esta razón podemos disfrutar de un espectáculo teatral, de su planteamiento estético y no obstante sentir que los actores están por debajo de él, o que las actuaciones son muy disparejas entre sí. Esto resulta lógico que suceda, ya que no existió un arduo trabajo sobre los actores, y obviamente… ¿cómo se puede dirigir a un actor si no se sabe de actuación? ¿cómo se diseña un edificio sin ser arquitecto?, o construirlo sin ser ingeniero.
En ese contexto, el trabajo de ese director se circunscribe a los movimientos y a la estética plástica del espectáculo, obviando por completo que la interpretación actoral también forma parte de esa estética. Debería estar en coherencia absoluta dentro del concepto que se maneja.
El hecho concreto es que algunos directores tienen ciertas fallas en ese aspecto y solo les quedará mover a sus actores de un lado para el otro sin la capacidad de sacar todo el potencial que posee un intérprete.
Si bien es cierto que a lo largo de mi carrera como actor he compartido con estupendos y amables directores, no es menos cierto que en algunos trabajos sentía que podía dar más a través de una mayor labor de dirección actoral, o que no estaba absolutamente claro con lo que el director perseguía con su propuesta escénica y, en consecuencia, actuaba “por instrumentos”.
En mi caso, Cosme hizo que me olvidara de mí, para trascenderme y convertirme en “el instrumento”.
Dirigir a un actor va más allá de tan solo ilustrarle la emoción que se requiere en un momento determinado o hacer ciertas indicaciones y dar ciertas orientaciones de cómo decir o de cómo moverse en un escenario o set.
Dirigir actores es un arte que todo director debe aprender, esto le da un plus a cualquier espectáculo.
Este contenido también está dentro mi libro «La actuación, su sentido místico»
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